El cuerpo humano tiene varios mecanismos de defensa para intentar aumentar nuestra temperatura cuando hace frío.
Nuestros músculos tiemblan y nuestros dientes castañetean. Los pelos se erizan y la piel se nos pone de gallina, en una especie de eco evolucionario de la época cuando nuestros ancestros estaban cubiertos de vellos.
El hipotálamo, la glándula en el cerebro que actúa como termostato del cuerpo, estimula estas reacciones para mantener los órganos vitales del cuerpo, por lo menos hasta que encontremos algo de calor y un refugio.
La misión del hipotálamo es conservar el calor a toda costa, sacrificando incluso las extremidades si es necesario.
Es por eso que sentimos hormigueo en los dedos de las manos y de los pies cuando hace mucho frío. El cuerpo está manteniendo su sangre caliente cerca del centro, restringiendo el suministro de sangre en las extremidades.
En frío extremo y, especialmente, si la piel está expuesta a los elementos, ese efecto puede generar casos de congelación.
El flujo de sangre se reduce y la falta de sangre caliente puede hacer que los tejidos se congelen y se rompan.